IX. RIVA AGÜERO Y SU INFLUENCIA.
LA GENERACIÓN "FUTURISTA"
La generación "futurista" -como paradójicamente se le apoda-, señala un momento de restauración colonialista y civilista en el pensamiento y la literatura del Perú.
La autoridad sentimental e ideológica de los herederos de la Colonia se encontraba comprometida y socavada por quince años de predicación radical. Después de un período de caudillaje militar análogo al que siguió a la revolución de la independencia, la clase latifundista había restablecido su dominio político pero no había restablecido igualmente su dominio intelectual. El radicalismo, alimentado por la reacción moral de la derrota -de la cual el pueblo sentía responsable a la plutocracia-, había encontrado un ambiente favorable a la propagación de su verbo revolucionario. Su propaganda había rebelado, sobre todo, a las provincias. Una marejada de ideas avanzadas había pasado por la República.
La antigua guardia intelectual del civilismo, envejecida y debilitada, no podía reaccionar eficazmente contra la generación radical. La restauración tenía que ser realizada por una falange de hombres jóvenes. El civilismo contaba con la Universidad. A la Universidad le tocaba darle, por ende, esta milicia intelectual. Pero era indispensable que la acción de sus hombres no se contentase con ser una acción universitaria. Su misión debía constituir una reconquista integral de la inteligencia y el sentimiento. Como uno de sus objetivos naturales y sustantivos, aparecía la recuperación del terreno perdido en la literatura. La literatura llega adonde no llega la Universidad. La obra de un solo escritor del pueblo, discípulo de González Prada, el Tunante, era entonces una obra mucho más propagada y entendida que la de todos los escritores de la Universidad juntos.
Las circunstancias históricas propiciaban la restauración. El dominio político del civilismo se presentaba sólidamente consolidado. El orden económico y político inaugurado por Piérola el 95 era esencialmente un orden civilista. Muchos profesionales y literatos que en el período caótico de nuestra posguerra, se sintieron atraídos por el campo radical, se sentían ahora empujados al campo civilista. La generación radical estaba, en verdad, disuelta. González Prada, retirado a un displicente ascetismo, vivía desconectado de sus dispersos discípulos. De suerte que la generación "futurista" no encontró casi resistencia.
En sus rangos se mezclaban y se confundían "civilistas" y "demócratas", separados en la lucha partidista. Su advenimiento era saludado, en consecuencia, por toda la gran prensa de la capital. EI Comercio y La Prensa auspiciaban a la "nueva generación". Esta generación se mostraba destinada a realizar la armonía entre civilistas y demócratas que la coalición del 95 dejó sólo iniciada. Su líder y capitán Riva Agüero, en quien la tradición civilista y plutocrática se conciliaba con una devoción casi filial al "Califa" demócrata, reveló desde el primer momento tal tendencia. En su tesis sobre la "literatura del Perú independiente", arremetiendo contra el radicalismo dijo lo siguiente: "Los partidos de principios, no sólo no producirían bienes, sino que crearían males irreparables. En el actual sistema, las diferencias entre los partidos no son muy grandes ni muy hondas sus divisiones. Se coaligan sin dificultad, colaboran con frecuencia. Los gobernantes sagaces pueden, sin muchos esfuerzos, aprovechar del concurso de todos los hombres útiles".
La resistencia a los partidos de principios denuncia el sentimiento y la inspiración clasistas de la generación de Riva Agüero. Su esfuerzo manifiesta de un modo demasiado inequívoco el propósito de asegurar y consolidar un régimen de clase. Negar a los principios, a las ideas, el derecho de gobernar el país significaba fundamentalmente, reservar ese derecho para una casta. Era preconizar el dominio de la "gente decente", de la "clase ilustrada". Riva Agüero, a este respecto, como a otros, se muestra en riguroso acuerdo con Javier Prado y Francisco García Calderón. Y es que Prado y García Calderón representan la misma restauración. Su ideología tiene los mismos rasgos esenciales. Se reduce en el fondo, a un positivismo conservador. Un fraseario más o menos idealista y progresista disimula el ideario tradicional. Como ya lo he observado, Riva Agüero, Prado y García Calderón coinciden en el acatamiento a Taine. Riva Agüero para esclarecernos más su filiación, nos descubre en su varias veces citada tesis -que es incontestablemente el primer manifiesto político y literario de la generación "futurista"- su adhesión a Brunetiére.
La revisión de valores de la literatura con que debutó Riva Agüero en la política, corresponde absolutamente a los fines de una restauración. Idealiza y glorifica la Colonia, buscando en ella las raíces de la nacionalidad. Superestima la literatura colonialista exaltando enfáticamente a sus mediocres cultores. Trata desdeñosamente el romanticismo de Mariano Melgar. Reprueba a González Prada lo más válido y fecundo de su obra: su protesta.
La generación "futurista" se muestra, al mismo tiempo universitaria, académica, retórica. Adopta del modernismo sólo los elementos que le sirven para condenar la inquietud romántica.
Una de sus obras más características y peculiares es la organización de la Academia correspondiente de la Lengua Española. Uno de sus esfuerzos artísticos más marcados es su retorno a España en la prosa y en el verso.
El rasgo más característico de la generación apodada "futurista" es su pasadismo. Desde el primer momento sus literatos se entregan a idealizar el pasado. Riva Agüero, en su tesis, reivindica con energía los fueros de los hombres y las cosas tradicionales.
Pero el pasado, para esta generación, no es muy remoto ni muy próximo. Tiene límites definidos: los del Virreinato. Toda su predilección, toda su ternura, son para esta época. El pensamiento de Riva Agüero a este respecto es inequívoco. El Perú, según él, desciende de la Conquista. Su infancia es la Colonia.
La literatura peruana deviene desde este momento acentuadamente colonialista. Se inicia un fenómeno que no ha terminado todavía y que Luis Alberto Sánchez designa con el nombre de "perricholismo".
En este fenómeno -en sus orígenes, no en sus consecuencias- se combinan y se identifican dos sentimientos: limeñismo y pasadismo. Lo que, en política, se traduce así: centralismo y conservantismo. Porque el pasadismo de la generación de Riva Agüero no constituye un gesto romántico de inspiración meramente literaria. Esta generación es tradicionalista pero no romántica. Su literatura, más o menos teñida de "modernismo", se presenta por el contrario como una reacción contra la literatura del romanticismo. El romanticismo condena radicalmente el presente en el nombre del pasado o del futuro. Riva Agüero y sus contemporáneos, en cambio, aceptan el presente, aunque para gobernarlo y dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se caracterizan, espiritual e ideológicamente, por un conservantismo positivista, por un tradicionalismo oportunista.
Naturalmente, esta es sólo la tonalidad general del fenómeno, en el cual no faltan matices más o menos discrepantes. José Gálvez, por ejemplo, individualmente escapa a la definición que acabo de esbozar. Su pasadismo es de fondo romántico. Haya lo llama "el único palmista sincero", refiriéndose sin duda al carácter literario y sentimental de su pasadismo. La distinción no está netamente expresada. Pero parte de un hecho evidente. Gálvez -cuya poesía desciende de la de Chocano, repitiendo, atenuadamente unas veces, desteñidamente otras, su verbosidad- tiene trama de romántico. Su pasadismo, por eso, está menos localizado en el tiempo que el del núcleo de su generación. Es un pasadismo integral. Enamorado del Virreinato, Gálvez no se siente, sin embargo, acaparado exclusivamente por el culto de esta época. Para él "todo tiempo pasado fue mejor". Puede observarse que, en cambio, su pasadismo está más localizado en el espacio. El tema de sus evocaciones es casi siempre limeño. Pero también esto me parece en Gálvez un rasgo romántico.
Gálvez, de otro lado, se aparta a veces del credo de Riva Agüero. Sus opiniones sobre la posibilidad de una literatura genuinamente nacional son heterodoxas dentro del fenómeno "futurista". Acerca del americanismo en la literatura, Gálvez, aunque sea con no pocas reservas y concesiones, se declara de acuerdo con la tesis del líder de su generación y su partido. No lo convence la aserción de que es imposible revivir poéticamente las antiguas civilizaciones americanas. "Por mucho que sean civilizaciones desaparecidas y por honda que haya sido la influencia española -escribe-, ni el material mismo se ha extinguido, ni tan puros hispanos somos los que más lo fuéramos, que no sintamos vinculaciones con aquella raza, cuya tradición áurea bien merece un recuerdo y cuyas ruinas imponentes y misteriosas nos subyugan y nos impresionan. Precisamente porque andamos tan mezclados y son tan encontradas nuestras raíces históricas, por lo mismo que nuestra cultura no es tan honda como parece, el material literario de aquellas épocas definitivamente muertas es enorme para nosotros, sin que esto signifique que lo consideremos primordial y porque alguna levadura debe haber en nuestras almas de la gestación del imperio incaico y de las luchas de las dos razas, la indígena y la española, cuando aún nos encoge el alma y nos sacude con emoción extraña y dolorida la música temblorosa del yaraví. Además, nuestra historia no puede partir sólo de la Conquista y por vago que fuese el legado síquico que hayamos recibido de los indios, siempre algo tenemos de aquella raza vencida, que en viviente ruina anda preterida y maltratada en nuestras serranías, constituyendo un grave problema social, que si palpita dolorosamente en nuestra vida, ¿por qué no puede tener un lugar en nuestra literatura que ha sido tan fecunda en sensaciones históricas de otras razas que realmente nos son extranjeras y peregrinas?" (27). No acierta Gálvez, sin embargo, en la definición de una literatura nacional. "Es cuestión de volver el alma -dice- a las rumorosas palpitaciones de lo que nos rodea". Mas, a renglón seguido, reduce sus elementos a "la historia, la tradición y la naturaleza". El pasadista reaparece aquí íntegramente. Una literatura genuinamente nacionalista, en su concepto, debe nutrirse sobre todo de la historia, la leyenda, la tradición, esto es del pasado. El presente es también historia. Pero seguramente Gálvez no lo pensaba cuando escogía las fuentes de nuestra literatura. La historia, en su sentimiento, no era entonces sino pasado. No dice Gálvez que la literatura nacional debe traducir totalmente al Perú. No le pide una función realmente creadora. Le niega el derecho de ser una literatura del pueblo. Polemizando con el Tunante, sostiene que el artista "debe desdeñar altivamente la facilidad que le ofrece el modismo callejero, admirable muchas veces para el artículo de costumbres, pero que está distante de la fina aristocracia que debe tener la forma artística" (28).
El pensamiento de la generación futurista es, por otra parte, el de Riva Agüero. El voto en contra o, mejor, el voto en blanco de Gálvez, en este y otros debates, no tiene sino un valor individual. La generación futurista, en tanto, utiliza totalmente el pasadismo y el romanticismo de Gálvez en la serenata bajo los balcones del Virreinato, destinada políticamente a reanimar una leyenda indispensable al dominio de los herederos de la Colonia.
La casta feudal no tiene otros títulos que los de la tradición colonial. Nada más concordante con su interés que una corriente literaria tradicionalista. En el fondo de la literatura colonialista, no existe sino una orden perentoria, una exigencia imperiosa del impulso vital de una clase, de una "casta".
Y quien dude del origen fundamentalmente político del fenómeno "futurista" no tiene sino que reparar en el hecho de que esta falange de abogados, escritores, literatos, etc., no se contentó con ser sólo un movimiento. Cuando llegó a su mayor edad quiso ser un partido.
X. COLÓNIDA Y VALDELOMAR
"Colónida" representó una insurrección -decir una revolución sería exagerar su importancia- contra el academicismo y sus oligarquías, su énfasis retórico, su gusto conservador, su galantería dieciochesca y su melancolía mediocre y ojerosa. Los colónidas virtualmente reclamaron sinceridad y naturalismo. Su movimiento, demasiado heteróclito y anárquico, no pudo condensarse en una tendencia ni concretarse en una fórmula. Agotó su energía en su grito iconoclasta y su orgasmo esnobista.
Una efímera revista de Valdelomar dio su nombre a este movimiento. Porque "Colónida" no fue un grupo, no fue un cenáculo, no fue una escuela, sino un movimiento, una actitud, un estado de ánimo. Varios escritores hicieron "colonidismo" sin pertenecer a la capilla de Valdelomar. El "colonidismo" careció de contornos definidos. Fugaz meteoro literario, no pretendió nunca cuajarse en una forma. No impuso a sus adherentes un verdadero rumbo estético. El "colonidismo" no constituía una idea ni un método. Constituía un sentimiento ególatra, individualista, vagamente iconoclasta, imprecisamente renovador. "Colónida" no era siquiera un haz de temperamentos afines; no era al menos propiamente una generación. En sus rangos, con Valdelomar, More, Gibson, etc., militábamos algunos escritores adolescentes, novísimos, principiantes. Los "colónidos" no coincidían sino en la revuelta contra todo academicismo. Insurgían contra los valores, las reputaciones y los temperamentos académicos. Su nexo era una protesta; no una afirmación. Conservaron sin embargo, mientras convivieron en el mismo movimiento, algunos rasgos espirituales comunes. Tendieron a un gusto decadente, elitista, aristocrático, algo mórbido. Valdelomar, trajo de Europa gérmenes de d'annunzianismo que se propagaron en nuestro ambiente voluptuoso, retórico y meridional.
La bizarría, la agresividad, la injusticia y hasta la extravagancia de los "colónidos" fueron útiles. Cumplieron una función renovadora. Sacudieron la literatura nacional. La denunciaron como una vulgar rapsodia de la más mediocre literatura española. Le propusieron nuevos y mejores modelos, nuevas y mejores rutas. Atacaron a sus fetiches, a sus iconos. Iniciaron lo que algunos escritores calificarían como "una revisión de nuestros valores literarios". "Colónida" fue una fuerza negativa, disolvente, beligerante. Un gesto espiritual de varios literatos que se oponían al acaparamiento de la fama nacional por un arte anticuado, oficial y pompier.
De otro lado, los "colónidos" no se comportaron siempre con injusticia. Simpatizaron con todas las figuras heréticas, heterodoxas, solitarias de nuestra literatura. Loaron y rodearon a González Prada. En el "colonidismo" se advierte algunas huellas de influencia del autor de Páginas Libres y Exóticas. Se observa también que los "colónidos" tomaron de González Prada lo que menos les hacía falta. Amaron lo que en González Prada había de aristócrata, de parnasiano, de individualista; ignoraron lo que en González Prada había de agitador, de revolucionario. More definía a González Prada como "un griego nacido en un país de zambos". "Colónida", además, valorizó a Eguren, desdeñado y desestimado por el gusto mediocre de la crítica y del público de entonces.
El fenómeno "colónida" fue breve. Después de algunas escaramuzas polé-micas, el "colonidismo" tramontó definitivamente. Cada uno de los "colónidos" siguió su propia trayectoria personal. El movimiento quedó liquidado. Nada importa que perduren algunos de sus ecos y que se agiten, en el fondo de más de un temperamento joven, algunos de sus sedimentos. El "colonidismo", como actitud espiritual, no es de nuestro tiempo. La apetencia de renovación que generó el movimiento "colónida" no podía satisfacerse con un poco de decadentismo y otro poco de exotismo. "Colónida" no se disolvió explícita ni sensiblemente porque jamás fue una facción, sino una postura interina, un ademán provisorio.
El "colonidismo" negó e ignoró la política. Su elitismo, su individualismo, lo alejaban de las muchedumbres, lo aislaban de sus emociones. Los "colónidos" no tenían orientación ni sensibilidad políticas. La política les parecía una función burguesa, burocrática, prosaica. La revista Colónida era escrita para el Palais Concert y el jirón de la Unión. Federico More tenía afición orgánica a la conspiración y al panfleto; pero sus concepciones políticas eran antidemocráticas, antisociales, reaccionarias. More soñaba con una aristarquía, casi con una artecracia. Desconocía y despreciaba la realidad social. Detestaba el vulgo y el tumulto.
Pero terminado el experimento "colónida", los escritores que en él intervinieron, sobre todo los más jóvenes, empezaron a interesarse por las nuevas corrientes políticas. Hay que buscar las raíces de esta conversión en el prestigio de la literatura política de Unamuno, de Araquistáin, de Alomar y de otros escritores de la revista España; en los efectos de la predicación de Wilson, elocuente y universitaria, propugnando una nueva libertad; y en la sugestión de la mentalidad de Víctor M. Maúrtua cuya influencia en el orientamiento socialista de varios de nuestros intelectuales casi nadie conoce. Esta nueva actitud espiritual fue marcada también por una revista, más efímera aún que Colónida: Nuestra Época. En Nuestra Época, destinada a las muchedumbres y no al Palais Concert, escribieron Félix del Valle, César Falcón, César Ugarte, Valdelomar, Percy Gibson, César A. Rodríguez, César Vallejo y yo. Este era ya, hasta estructuralmente, un conglomerado distinto del de Colónida. Figuraban en él un discípulo de Maúrtua, un futuro catedrático de la Universidad: Ugarte; y un agitador obrero: del Barzo. En este movimiento, más político que literario, Valdelomar no era ya un líder. Seguía a escritores más jóvenes y menos conocidos que él. Actuaba en segunda fila.
Valdelomar, sin embargo, había evolucionado. Un gran artista es casi siempre un hombre de gran sensibilidad. El gusto de la vida muelle, plácida, sensual, no le hubiera consentido ser un agitador; pero, como Óscar Wilde, Valdelomar habría llegado a amar el socialismo. Valdelomar no era un prisionero de la torre de marfil. No renegaba su pasado demagógico y tumultuario de billinghurista. Se complacía de que en su historia existiera ese episodio. Malgrado su aristocratismo, Valdelomar se sentía atraído por la gente humilde y sencilla. Lo acreditan varios capítulos de su literatura, no exenta de notas cívicas. Valdelomar escribió para los niños de las escuelas de Huaura su oración a San Martín. Ante un auditorio de obreros, pronunció en algunas ciudades del norte durante sus andanzas de conferencista nómade, una oración al trabajo. Recuerdo que, en nuestros últimos coloquios, escuchaba con interés y con respeto mis primeras divagaciones socialistas. En este instante de gravidez, de maduración, de tensión máximas, lo abatió la muerte.
* * *
No conozco ninguna definición certera, exacta, nítida, del arte de Valdelomar. Me explico que la crítica no la haya formulado todavía. Valdelomar murió a los treinta años cuando él mismo no había conseguido aún encontrarse, definirse. Su producción desordenada, dispersa, versátil, y hasta un poco incoherente, no contiene sino los elementos materiales de la obra que la muerte frustró. Valdelomar no logró realizar plenamente su personalidad rica y exuberante. Nos ha dejado, a pesar de todo, muchas páginas magníficas.
Su personalidad no sólo influyó en la actitud espiritual de una generación de escritores. Inició en nuestra literatura una tendencia que luego se ha acentuado. Valdelomar que trajo del extranjero influencias pluricolores e internacionales y que, por consiguiente, introdujo en nuestra literatura elementos de cosmopolitismo, se sintió, al mismo tiempo, atraído por el criollismo y el inkaísmo. Buscó sus temas en lo cotidiano y lo humilde. Revivió su infancia en una aldea de pescadores. Descubrió, inexperto pero clarividente, la cantera de nuestro pasado autóctono.
Uno de los elementos esenciales del arte de Valdelomar es su humorismo. La egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística. Valdelomar decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio. Las decía pour épater les bourgeois. Si los burgueses se hubiesen reído con él de sus "poses" megalomaníacas, Valdelomar no hubiese insistido tanto en su uso. Valdelomar impregnó su obra de un humorismo elegante, alado, ático, nuevo hasta entonces entre nosotros. Sus artículos de periódicos, sus "diálogos máximos", solían estar llenos del más gentil donaire. Esta prosa habría podido ser más cincelada, más elegante, más duradera; pero Valdelomar no tenía casi tiempo para pulirla. Era una prosa improvisada y periodística (29).
Ningún humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los caricaturizaba piadosamente. Miraba las cosas con una sonrisa bondadosa. Evaristo, el empleado de la botica aldeana, hermano gemelo de un sauce hepático y desdichado, es una de esas caricaturas melancólicas que a Valdelomar le agradaba trazar. En el acento de esta novela de sabor pirandelliano se siente la ternura de Valdelomar por su desventurado, pálido y canijo personaje.
Valdelomar parece caer a veces en la desesperanza y en el pesimismo. Pero estos son desmayos pasajeros, depresiones precarias de su ánimo. Era Valdelomar demasiado panteísta y sensual para ser pesimista. Creía con D'Annunzio que "la vida es bella y digna de ser magníficamente vivida". En sus cuentos y paisajes aldeanos se reconoce este rasgo de su espíritu. Valdelomar buscó perennemente la felicidad y el placer. Pocas veces logró gozarlos; pero estas pocas veces supo poseerlos plena, absoluta, exaltadamente.
En su "Confiteor" -que es tal vez la más noble, la más pura, la más bella poesía erótica de nuestra literatura-, Valdelomar toca el más alto grado de exaltación dionisíaca. Transido de emoción erótica, el poeta piensa que la naturaleza, el Universo, no pueden ser extraños ni indiferentes a su amor. Su amor no es egoísta: necesita sentirse rodeado por una alegría cósmica. He aquí esta nota suprema de "Confiteor":
Ml AMOR ANIMARÁ EL MUNDO
¿Qué haré el día en que sus ojos
tengan para mí una mirada de amor?
Mi alma llenará el mundo de alegría,
la Naturaleza vibrará con el temblor de mi corazón,
todos serán felices:
el cielo, el mar, los árboles, el paisaje... Mi pasión
pondrá en el universo, ahora triste,
las alegres notas de una divina coloración;
cantarán las aves, las copas de los árboles
entonarán una balada; hasta el panteón
llegará la alegría de mi alma
y los muertos sentirán el soplo fresco de mi amor.
¿ES POSIBLE SUFRIR?
¿Quién dice que la vida es triste?
¿Quién habla de dolor?
¿Quién se queja?... ¿Quién sufre?... ¿Quién llora?
"Confiteor" es la ingenua confidencia lírica de un enamorado exultante de amor y de felicidad. Delante de la amada, el poeta "tiembla como un junco débil". Y con la cándida convicción de los enamorados, dice que no todos pueden comprender su pasión. La imagen de su amada, es una imagen prerrafaelista, presentida sólo por los que han "contemplado el lienzo de Burne Jones donde está el ángel de la Anunciación". En el amor, ninguno de nuestros poetas había llegado antes a este lirismo absoluto. Hay algo de allegro beethoveniano en los versos transcritos.
A Valdelomar, a pesar de "El Hermano Ausente", a pesar de "Confiteor" y otros versos, se le regatea el título de poeta que en cambio se discierne por ejemplo, a don Felipe Pardo. No cabe Valdelomar dentro de las clasificaciones arbitrarias y ramplonas de la vieja crítica. ¿Qué puede decir esta crítica de Valdelomar y de su obra? Los matices más nobles, las notas más delicadas del temperamento de este gran lírico no podrán ser aprehendidos nunca por sus definiciones. Valdelomar fue un hombre nómade, versátil, inquieto como su tiempo. Fue "muy moderno, audaz, cosmopolita". En su humorismo, en su lirismo, se descubre a veces lineamientos y matices de la moderna literatura de vanguardia.
Valdelomar no es todavía, en nuestra literatura, el hombre matinal. Actuaban sobre él demasiadas influencias decadentistas. Entre "las cosas inefables e infinitas", que intervienen en el desarrollo de sus leyendas inkaicas, con la Fe, el Mar y la Muerte, pone al Crepúsculo. Desde su juventud, su arte estuvo bajo el signo de D'Annunzio. En Italia, el tramonto romano, el atardecer voluptuoso del Janiculum, la vendimia autumnal, Venecia anfibia -marítima y palúdica-, exacerbaron en Valdelomar las emociones crepusculares de Il Fuoco.
Pero a Valdelomar lo preserva de una excesiva intoxicación decadentista su vivo y puro lirismo. El humour, esa nota tan frecuente de su arte, es la senda por donde se evade del universo d'annunziano. El humour da el tono al mejor de sus cuentos: "Hebaristo, el sauce que murió de amor". Cuento pirandelliano, aunque Valdelomar acaso no conociera a Pirandello que, en la época de la visita de nuestro escritor a Italia, estaba muy distante de la celebridad ganada para su nombre por sus obras teatrales. Pirandelliano por el método: identificación panteísta de las vidas paralelas de un sauce y un boticario; pirandelliano por el personaje: levemente caricaturesco, mesocrático, pequeño burgués, inconcluso; pirandelliano por el drama: el fracaso de una existencia que, en una tentativa superior a su ritmo sórdido, siente romperse su resorte con grotesco y risible traquido.
Un sentimiento panteísta, pagano, empujaba a Valdelomar a la aldea, a la naturaleza. Las impresiones de su infancia, transcurrida en una apacible caleta de pescadores gravitan melodiosamente en su subconsciencia. Valdelomar es singularmente sensible a las cosas rústicas. La emoción de su infancia está hecha de hogar, de playa y de campo. El "soplo denso, perfumado del mar", la impregna de una tristeza tónica y salobre:
y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar.
("Tristitia")
Tiene, empero, Valdelomar la sensibilidad cosmopolita y viajera del hombre moderno. Nueva York, Times Square, son motivos que lo atraen tanto como la aldea encantada y el "caballero carmelo". Del piso 54 de Woolworth pasa sin esfuerzo a la yerba santa y la verdolaga de los primeros soledosos caminos de su infancia. Sus cuentos acusan la movilidad caleidoscópica de su fantasía. El dandismo de sus cuentos yanquis y cosmopolitas, el exotismo de sus imágenes chinas u orientales ("mi alma tiembla como un junco débil"), el romanticismo de sus leyendas inkaicas, el impresionismo de sus relatos criollos son en su obra estaciones que se suceden, se repiten, se alternan en el itinerario del artista, sin transiciones y sin rupturas espirituales.
Su obra es esencialmente fragmentaria y escisípara. La existencia y el trabajo del artista se resentían de indisciplina y exuberancia criollas. Valdelomar reunía, elevadas a su máxima potencia, las cualidades y los defectos del mestizo costeño. Era un temperamento excesivo, que del más exasperado orgasmo creador caía en el más asiático y fatalista renunciamiento de todo deseo. Simultáneamente ocupaban su imaginación un ensayo estético, una divagación humorística, una tragedia pastoril (Verdolaga), una vida romancesca (La Mariscala). Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística. De muchas cosas, Valdelomar es descubridor. A él se le reveló, primero que a nadie en nuestras letras, la trágica belleza agonal de ]as corridas de toros. En tiempos en que este asunto estaba reservado aún a la prosa pedestre de los iniciados en la tauromaquia, escribió su Belmonte, el trágico.
La "greguería" empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobremanera a Valdelomar. El gusto atomístico de la "greguería" era, además, innato en él, aficionado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio, Valdelomar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dorada, los colores ambiguos del crepúsculo.
Impresionismo: esta es, dentro de su variedad espacial, la filiación más precisa de su arte.
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