XVI. MAGDA PORTAL
Magda Portal es ya otro valor-signo en el proceso de nuestra literatura. Con su advenimiento le ha nacido al Perú su primera poetisa. Porque hasta ahora habíamos tenido sólo mujeres de letras, de las cuales una que otra con temperamento artístico o más específicamente literario. Pero no habíamos tenido propiamente una poetisa.
Conviene entenderse sobre el término. La poetisa es hasta cierto punto, en la historia de la civilización occidental, un fenómeno de nuestra época. Las épocas anteriores produjeron sólo poesía masculina. La de las mujeres también lo era, pues se contentaba con ser una variación de sus temas líricos o de sus motivos filosóficos. La poesía que no tenía el signo del varón, no tenía tampoco el de la mujer -virgen, hembra, madre-. Era una poesía asexual. En nuestra época, las mujeres ponen al fin en su poesía su propia carne y su propio espíritu. La poetisa es ahora aquella que crea una poesía femenina. Y desde que la poesía de la mujer se ha emancipado y diferenciado espiritualmente de la del hombre, las poetisas tienen una alta categoría en el elenco de todas las literaturas. Su existencia es evidente e interesante a partir del momento en que ha empezado a ser distinta.
En la poesía de Hispanoamérica, dos mujeres, Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou, acaparan desde hace tiempo más atención que ningún otro poeta de su tiempo. Delmira Agustini tiene en su país y en América larga y noble descendencia. Al Perú ha traído su mensaje Blanca Luz Brum. No se trata de casos solitarios y excepcionales. Se trata de un vasto fenómeno, común a todas las literaturas. La poesía, un poco envejecida en el hombre, renace rejuvenecida en la mujer.
Un escritor de brillantes intuiciones, Félix del Valle, me decía un día, constatando la multiplicidad de poetisas de mérito en el mundo, que el cetro de la poesía había pasado a la mujer. Con su humorismo ingénito formulaba así su proposición: -La poesía deviene un oficio de mujeres-. Esta es sin duda una tesis extrema. Pero lo cierto es que la poesía que, en los poetas, tiende a una actitud nihilista, deportiva, escéptica, en las poetisas tiene frescas raíces y cándidas flores. Su acento acusa más élan vital, más fuerza biológica.
Magda Portal no es aún bastante conocida y apreciada en el Perú ni en Hispanoamérica. No ha publicado sino un libro de prosa: El derecho de matar (La Paz, 1926) y un libro de versos: Una Esperanza y el Mar (Lima, 1927). El derecho de matar nos presenta casi sólo uno de sus lados: ese espíritu rebelde y ese mesianismo revolucionario que testimonian incontestablemente en nuestros días la sensibilidad histórica de un artista. Además, en la prosa de Magda Portal se encuentra siempre un jirón de su magnífico lirismo. "El poema de la Cárcel", "La sonrisa de Cristo" y "Círculos violeta" -tres poemas de este volumen- tienen la caridad, la pasión y la ternura exaltada de Magda. Pero este libro no la caracteriza ni la define. El derecho de matar: título de gusto anarcoide y nihilista, en el cual no se reconoce el espíritu de Magda.
Magda es esencialmente lírica y humana. Su piedad se emparenta -dentro de la autónoma personalidad de uno y otro- con la piedad de Vallejo. Así se nos presenta, en los versos de "Ánima absorta" y "Una Esperanza y el Mar". Y así es seguramente. No le sienta ningún gesto de decadentismo o paradojismo novecentistas.
En sus primeros versos Magda Portal es, casi siempre, la poetisa de la ternura. Y en algunos se reconoce precisamente su lirismo en su humanidad. Exenta de egolatría megalómana, de narcisismo romántico, Magda Portal nos dice: "Pequeña soy. . . !"
Pero, ni piedad, ni ternura solamente, en su poesía se encuentra todos los acentos de una mujer que vive apasionada y vehementemente, encendida de amor y de anhelo y atormentada de verdad y de esperanza.
Magda Portal ha escrito en el frontispicio de uno de sus libros estos pensamientos de Leonardo de Vinci: "El alma, primer manantial de la vida, se refleja en todo lo que crea". "La verdadera obra de arte es como un espejo en que se mira el alma del artista". La fervorosa adhesión de Magda a estos principios de creación es un dato de un sentido del arte que su poesía nunca contradice y siempre ratifica.
En su poesía Magda nos da, ante todo, una límpida versión de sí misma. No se escamotea, no se mistifica, no se idealiza. Su poesía es su verdad. Magda no trabaja por ofrecernos una imagen aliñada de su alma en toilette de gala. En un libro suyo podemos entrar sin desconfianza, sin ceremonia, seguros de que no nos aguarda ningún simulacro, ninguna celada. El arte de esta honda y pura lírica, reduce al mínimo, casi a cero, la proporción de artificio que necesita para ser arte.
Esta es para mí la mejor prueba del alto valor de Magda. En esta época de decadencia de un orden social -y por consiguiente de un arte- el más imperativo deber del artista es la verdad. Las únicas obras que sobrevivirán a esta crisis, serán las que constituyan una confesión y un testimonio.
El perenne y oscuro contraste entre dos principios -el de vida y el de muerte- que rigen el mundo, está presente siempre en la poesía de Magda. En Magda se siente a la vez un anhelo angustiado de acabar y de no ser y un ansia de crear y de ser. El alma de Magda es un alma agónica. Y su arte traduce cabal e íntegramente las dos fuerzas que la desgarran y la impulsan. A veces triunfa el principio de vida; a veces triunfa el principio de muerte.
La presencia dramática de este conflicto da a la poesía de Magda Portal una profundidad metafísica a la que arriba libremente el espíritu, por la propia ruta de su lirismo, sin apoyarse en el bastón de ninguna filosofía.
También le da una profundidad psicológica que le permite registrar todas las contradictorias voces de su diálogo, de su combate, de su agonía.
La poetisa logra con una fuerza extraordinaria la expresión de sí misma en estos versos admirables:
Ven, bésame!...
qué importa que algo oscuro
me esté royendo el alma
con sus dientes?
Yo soy tuya y tú eres mío... bésame!...
No lloro hoy ...Me ahoga la alegría,
una extraña alegría
que yo no sé de dónde viene.
Tú eres mío... ¿Tú eres mío?...
Una puerta de hielo
hay entre tú y yo:
tu pensamiento!
Eso que te golpea en el cerebro
y cuyo martillar
me escapa ...
Ven bésame... ¿Qué importa?...
Te llamó el corazón toda la noche,
y ahora que estás tú, tu carne y tu alma
qué he de fijarme en lo que has hecho ayer?... ¡Qué importa!
Ven, bésame... tus labios,
tus ojos y tus manos...
Luego... nada.
Y tu alma? Y tu alma!
Esta poetisa nuestra, a quien debemos saludar ya como a una de las primeras poetisas de Indoamérica, no desciende de la Ibarbourou. No desciende de la Agustini. No desciende siquiera de la Mistral, de quien, sin embargo, por cierta afinidad de acento, se le siente más próxima que de ninguna. Tiene un temperamento original y autónomo. Su secreto, su palabra, su fuerza, nacieron con ella y están en ella.
En su poesía hay más dolor que alegría, hay más sombra que claridad. Magda es triste. Su impulso vital la mueve hacia la luz y la fiesta. Y Magda se siente impotente para gozarlas. Este es su drama. Pero no la amarga ni la enturbia.
En "Vidrios de Amor", poema en dieciocho canciones emocionadas, toda Magda está en estos versos:
con cuántas lágrimas me forjaste?
he tenido tantas veces
la actitud de los árboles suicidas
en los caminos polvorientos y solos-
secretamente, sin que lo sepas
debe dolerte todo
por haberme hecho así, sin una dulzura
para mis ácidos dolores
de dónde vine yo con mi fiereza
para conformarme?
yo no conozco la alegría
carroussel de niñez que no he soñado nunca
ah! - y sin embargo
amo de tal manera la alegría
como amarán las amargas plantas
un fruto dulce
madre
receptora alerta
hoy no respondas porque te ahogarías
hoy no respondas a mi llanto
casi sin lágrimas
hundo mi angustia en mí para mirar
la rama izquierda de mi vida
que no haya puesto sino amor
al amasar el corazón de mi hija
quisiera defenderla de mí misma
como de una fiera
de estos ojos delatores
de esta voz desgarrada
donde el insomnio hace cavernas
y para ella ser alegre,
ingenua, niña
como si todas las campanas de alegría
sonaran en mi corazón su pascua eterna.
¿Toda Magda está en estos versos? Toda Magda, no. Magda no es sólo madre, no es sólo amor. ¿Quién sabe de cuántas oscuras potencias, de cuántas contrarias verdades está hecha un alma como la suya?
XV. LAS CORRIENTES DE HOY.- EL INDIGENISMO
La corriente "indigenista" que caracteriza a la nueva literatura peruana, no debe su propagación presente ni su exageración posible a las causas eventuales o contingentes que determinan comúnmente una moda literaria. Y tiene una significación mucho más profunda. Basta observar su coincidencia visible y su consanguinidad íntima con una corriente ideológica y social que recluta cada día más adhesiones en la juventud, para comprender que el indigenismo literario traduce un estado de ánimo, un estado de conciencia del Perú nuevo.
Este indigenismo que está sólo en un período de germinación -falta aún un poco para que dé sus flores y sus frutos- podría ser comparado -salvadas todas las diferencias de tiempo y de espacio- al "mujikismo" de la literatura rusa pre-revolucionaria. El "mujikismo" tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitación social en la cual se preparó e incubó la revolución rusa. La literatura "mujikista" llenó una misión histórica. Constituyó un verdadero proceso del feudalismo ruso, del cual salió éste inapelablemente condenado. La socialización de la tierra, actuada por la revolución bolchevique, reconoce entre sus pródromos la novela y la poesía "mujikistas". Nada importa que al retratar al mujik -tampoco importa si deformándolo o idealizándolo- el poeta o el novelista ruso estuvieran muy lejos de pensar en la socialización.
De igual modo el "constructivismo" y el "futurismo" rusos, que se complacen en la representación de máquinas, rascacielos, aviones, usinas, etc., corresponden a una época en que el proletariado urbano, después de haber creado un régimen cuyos usufructuarios son hasta ahora los campesinos, trabaja por occidentalizar Rusia llevándola a un grado máximo de industrialismo y electrificación.
El "indigenismo" de nuestra literatura actual no está desconectado de los demás elementos nuevos de esta hora. Por el contrario, se encuentra articulado con ellos. El problema indígena, tan presente en la política, la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y del arte. Se equivocan gravemente quienes, juzgándolo por la incipiencia o el oportunismo de pocos o muchos de sus corifeos, lo consideran, en conjunto, artificioso.
Tampoco cabe dudar de su vitalidad por el hecho de que hasta ahora no ha producido una obra maestra. La obra maestra no florece sino en un terreno largamente abonado por una anónima u oscura multitud de obras mediocres. El artista genial no es ordinariamente un principio sino una conclusión. Aparece, normalmente, como el resultado de una vasta experiencia.
Menos aún cabe alarmarse de episódicas exasperaciones ni de anecdóticas exageraciones. Ni unas ni otras encierran el secreto ni conducen la savia del hecho histórico. Toda afirmación necesita tocar sus límites extremos. Detenerse a especular sobre la anécdota es exponerse a quedar fuera de la historia.
Esta corriente, de otro lado, encuentra un estímulo en la asimilación por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya he señalado la tendencia autonomista y nativista del vanguardismo en América. En la nueva literatura argentina nadie se siente más porteño que Girondo y Borges ni más gaucho que Güiraldes. En cambio quienes como Larreta permanecen enfeudados al clasicismo español, se revelan radical y orgánicamente incapaces de interpretar a su pueblo.
Otro acicate, en fin, es en algunos el exotismo que, a medida que se acentúan los síntomas de decadencia de la civilización occidental, invade la literatura europea. A César Moro, a Jorge Seoane y a los demás artistas que últimamente han emigrado a París, se les pide allá temas nativos, motivos indígenas. Nuestra escultora Carmen Saco ha llevado en sus estatuas y dibujos de indios el más válido pasaporte de su arte.
Este último factor exterior es el que decide a cultivar el indigenismo aunque sea a su manera y sólo episódicamente, a literatos que podríamos llamar "emigrados" como Ventura García Calderón, a quienes no se puede atribuir la misma artificiosa moda vanguardista ni el mismo contagio de los ideales de la nueva generación supuestos en los literatos jóvenes que trabajan en el país.
* * *
El criollismo no ha podido prosperar en nuestra literatura, como una corriente de espíritu nacionalista, ante todo porque el criollo no representa todavía la nacionalidad. Se constata, casi uniformemente, desde hace tiempo, que somos una nacionalidad en formación. Se percibe ahora, precisando ese concepto, la subsistencia de una dualidad de raza y de espíritu. En todo caso, se conviene, unánimemente, en que no hemos alcanzado aún un grado elemental siquiera de fusión de los elementos raciales que conviven en nuestro suelo y que componen nuestra población. El criollo no está netamente definido. Hasta ahora la palabra "criollo" no es casi más que un término que nos sirve para designar genéricamente una pluralidad, muy matizada, de mestizos. Nuestro criollo carece del carácter que encontramos, por ejemplo, en el criollo argentino. El argentino es identificable fácilmente en cualquier parte del mundo: el peruano, no. Esta confrontación, es precisamente la que nos evidencia que existe ya una nacionalidad argentina, mientras no existe todavía, con peculiares rasgos, una nacionalidad peruana. El criollo presenta aquí una serie de variedades. El costeño se diferencia fuertemente del serrano. En tanto que en la sierra la influencia telúrica indigeniza al mestizo, casi hasta su absorción por el espíritu indígena, en la costa el predominio colonial mantiene el espíritu heredado de España.
En el Uruguay, la literatura nativista, nacida como en la Argentina de la experiencia cosmopolita, ha sido criollista, porque ahí la población tiene la unidad que a la nuestra le falta. El nativismo, en el Uruguay, por otra parte, aparece como un fenómeno esencialmente literario. No tiene, como el indigenismo en el Perú, una subconsciente inspiración política y económica. Zum Felde, uno de sus suscitadores como crítico, declara que ha llegado ya la hora de su liquidación. "A la devoción imitativa de lo extranjero -escribe- había que oponer el sentimiento autonómico de lo nativo. Era un movimiento de emancipación literaria. La reacción se operó; la emancipación fue, luego, un hecho. Los tiempos estaban maduros para ello. Los poetas jóvenes volvieron sus ojos a la realidad nacional. Y, al volver a ella sus ojos, vieron aquello que, por contraste con lo europeo, era más genuinamente americano: lo gauchesco. Mas, cumplida ya su misión, el tradicionalismo debe a su vez pasar. Hora es ya de que pase, para dar lugar a un americanismo lírico más acorde con el imperativo de la vida. La sensibilidad de nuestros días se nutre ya de realidades, idealidades distintas. El ambiente platense ha dejado definitivamente de ser gaucho; y todo lo gauchesco -después de arrinconarse en los más huraños pagos- va pasando al culto silencioso de los museos. La vida rural del Uruguay está toda transformada en sus costumbres y en sus caracteres, por el avance del cosmopolitismo urbano" (36).
En el Perú, el criollismo, aparte de haber sido demasiado esporádico y superficial, ha estado nutrido de sentimiento colonial. No ha constituido una afirmación de autonomía. Se ha contentado con ser el sector costumbrista de la literatura colonial sobreviviente hasta hace muy poco. Abelardo Gamarra es, tal vez, la única excepción en este criollismo domesticado, sin orgullo nativo.
Nuestro "nativismo" -necesario también literariamente como revolución y como emancipación-, no puede ser simple "criollismo". El criollo peruano no ha acabado aún de emanciparse espiritualmente de España. Su europeización -a través de la cual debe encontrar, por reacción, su personalidad- no se ha cumplido sino en parte. Una vez europeizado, el criollo de hoy difícilmente deja de darse cuenta del drama del Perú. Es él precisamente el que, reconociéndose a sí mismo como un español bastardeado, siente que el indio debe ser el cimiento de la nacionalidad (Valdelomar, criollo costeño, de regreso de Italia, impregna-do de d'annunzianismo y de esnobismo, experimenta su máximo deslumbramiento cuando descubre o, más bien, imagina el Inkario). Mientras el criollo puro conserva generalmente su espíritu colonial, el criollo europeizado se rebela, en nuestro tiempo, contra ese espíritu, aunque sólo sea como protesta contra su limitación y su arcaísmo.
Claro que el criollo, diverso y múltiple, puede abastecer abundantemente a nuestra literatura -narrativa, descriptiva, costumbrista, folclorista, etc.-, de tipos y motivos. Pero lo que subconscientemente busca la genuina corriente indigenista en el indio, no es sólo el tipo o el motivo. Menos aún el tipo o el motivo pintoresco. El "indigenismo" no es aquí un fenómeno esencialmente literario como el "nativismo" en el Uruguay. Sus raíces se alimentan de otro humus histórico. Los "indigenistas" auténticos -que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas por mero "exotismo"- colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación -no de restauración ni resurrección.
El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un per-sonaje. Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional, colocándolo en el mismo plano que otros elementos étnicos del Perú.
A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no depende de simples factores literarios sino de complejos factores sociales y económicos. Lo que da derecho al indio a prevalecer en la visión del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste entre su predominio demográfico y su servidumbre -no sólo inferioridad- social y económica. La presencia de tres a cuatro millones de hombres de la raza autóctona en el panorama mental de un pueblo de cinco millones, no debe sorprender a nadie en una época en que este pueblo siente la necesidad de encontrar el equilibrio que hasta ahora le ha faltado en su historia.
* * *
El indigenismo, en nuestra literatura, como se desprende de mis anteriores proposiciones, tiene fundamentalmente el sentido de una reivindicación de lo autóctono. No llena la función puramente sentimental que llenaría, por ejemplo, el criollismo. Habría error, por consiguiente, en apreciar el indigenismo como equivalente del criollismo, al cual no reemplaza ni subroga.
Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruanos no será, seguramente, por su interés literario o plástico, sino porque las fuerzas nuevas y el impulso vital de la nación tienden a reivindicarlo. El fenómeno es más instintivo y biológico que intelectual y teorético. Repito que lo que subconscientemente busca la genuina corriente indigenista en el indio no es sólo el tipo o el motivo y menos aún el tipo o el motivo "pintoresco". Si esto no fuese cierto, es evidente que el "zambo", verbigratia, interesaría al literato o al artista criollo -en especial al criollo- tanto como el indio. Y esto no ocurre por varias razones. Porque el carácter de esta corriente no es naturalista o costumbrista sino, más bien, lírico, como lo prueban los intentos o esbozos de poesía andina. Y porque una reivindicación de lo autóctono no puede confundir al "zambo" o al mulato con el indio. El negro, el mulato, el "zambo" representan, en nuestro pasado, elementos coloniales. El español importó al negro cuando sintió su imposibilidad de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al Perú a servir los fines colonizadores de España. La raza negra constituye uno de los aluviones humanos depositados en la Costa por el Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Perú sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa de la República. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia. El negro ha mirado siempre con hostilidad y desconfianza la sierra, donde no ha podido aclimatarse física ni espiritualmente. Cuando se ha mezclado al indio ha sido para bastardearlo comunicándole su domesticidad zalamera y su psicología exteriorizante y mórbida. Para su antiguo amo blanco ha guardado, después de su manumisión, un sentimiento de liberto adicto. La sociedad colonial, que hizo del negro un doméstico -muy pocas veces un artesano, un obrero- absorbió y asimiló a la raza negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como impenetrable y huraño el indio, le fue asequible y doméstico el negro. Y nació así una subordinación cuya primera razón está en el origen mismo de la importación de esclavos y de la que sólo redime al negro y al mulato la evolución social y económica que, convirtiéndolo en obrero, cancela y extirpa poco a poco la herencia espiritual del esclavo. El mulato, colonial aun en sus gustos, inconscientemente está por el hispanismo, contra el autoctonismo. Se siente espontáneamente más próximo de España que del Inkario. Sólo el socialismo, despertando en él conciencia clasista, es capaz de conducirlo a la ruptura definitiva con los últimos rezagos de espíritu colonial.
El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de otros elementos vitales de nuestra literatura. El indigenismo no aspira indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la tendencia más característicos de una época por su afinidad y coherencia con la orientación espiritual de las nuevas generaciones, condicionada, a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo económico y social.
Y la mayor injusticia en que podría incurrir un crítico, sería cualquier apresurada condena de la literatura indigenista por su falta de autoctonismo integral o la presencia, más o menos acusada en sus obras, de elementos de artificio en la interpretación y en la expresión. La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla.
No se puede equiparar, en fin, la actual corriente indigenista a la vieja corriente colonialista. El colonialismo, reflejo del sentimiento de la casta feudal, se entretenía en la idealización nostálgica del pasado. El indigenismo en cambio tiene raíces vivas en el presente. Extrae su inspiración de la protesta de millones de hombres. El Virreinato era; el indio es. Y mientras la liquidación de los residuos de feudalidad colonial se impone como una condición elemental de progreso, la reivindicación del indio, y por ende de su historia, nos viene insertada en el programa de una Revolución.
* * *
Está, pues, esclarecido que de la civilización inkaica, más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. Las generaciones constructivas sienten el pasado como una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa.
Lo único casi que sobrevive del Tawantinsuyo es el indio. La civilización ha perecido; no ha perecido la raza. El material biológico del Tawantinsuyo se revela, después de cuatro siglos, indestructible, y, en parte, inmutable.
El hombre muda con más lentitud de la que en este siglo de la velocidad se supone. La metamorfosis del hombre bate el récord en el evo moderno. Pero éste es un fenómeno peculiar de la civilización occidental que se caracteriza, ante todo, como una civilización dinámica. No es por un azar que a esta civilización le ha tocado averiguar la relatividad del tiempo. En las sociedades asiáticas -afines si no consanguíneas con la sociedad inkaica-, se nota en cambio cierto quietismo y cierto éxtasis. Hay épocas en que parece que la historia se detiene. Y una misma forma social perdura, petrificada, muchos siglos. No es aventurada, por tanto, la hipótesis de que el indio en cuatro siglos ha cambiado poco espiritualmente. La servidumbre ha deprimido, sin duda, su psiquis y su carne. Le ha vuelto un poco más melancólico, un poco más nostálgico. Bajo el peso de estos cuatro siglos, el indio se ha encorvado moral y físicamente. Mas el fondo oscuro de su alma casi no ha mudado. En las sierras abruptas, en las quebradas lontanas, a donde no ha llegado la ley del blanco, el indio guarda aún su ley ancestral.
El libro de Enrique López Albújar, escritor de la generación radical, Cuentos Andinos, es el primero que en nuestro tiempo explora estos caminos. Los Cuentos Andinos aprehenden, en sus secos y duros dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan algunos escorzos del alma del indio. López Albújar coincide con Valcárcel en buscar en los Andes el origen del sentimiento cósmico de los quechuas. "Los Tres Jircas" de López Albújar y "Los Hombres de Piedra" (37) de Valcárcel traducen la misma mitología. Los agonistas y las escenas de López Albújar tienen el mismo telón de fondo que la teoría y las ideas de Valcárcel. Este resultado es singularmente interesante porque es obtenido por diferentes temperamentos y con métodos disímiles. La literatura de López Albújar quiere ser, sobre todo, naturalista y analítica; la de Valcárcel, imaginativa y sintética. El rasgo esencial de López Albújar es su criticismo; el de Valcárcel, su lirismo. López Albújar mira al indio con ojos y alma de costeño, Valcárcel, con ojos y alma de serrano. No hay parentesco espiritual entre los dos escritores; no hay semejanza de género ni de estilo entre los dos libros. Sin embargo, uno y otro escuchan en el alma del quechua idéntico lejano latido (38).
La Conquista ha convertido formalmente al indio al catolicismo. Pero, en realidad, el indio no ha renegado sus viejos mitos. Su sentimiento místico ha variado. Su animismo subsiste. El indio sigue sin entender la metafísica católica. Su filosofía panteísta y materialista ha desposado, sin amor, al catecismo. Mas no ha renunciado a su propia concepción de la vida que no interroga a la Razón sino a la Naturaleza. Los tres jircas, los tres cerros de Huánuco, pesan en la conciencia del indio huanuqueño más que la ultratumba cristiana.
"Los Tres Jircas" y "Cómo habla la coca" son, a mi juicio, las páginas mejor escritas de Cuentos Andinos. Pero ni "Los Tres Jircas" ni "Cómo habla la coca" se clasifican propiamente como cuentos. "Ushanam Jampi", en cambio, tiene una vigorosa contextura de relato. Y a este mérito une "Ushanam Jampi" el de ser un precioso documento del comunismo indígena. Este relato nos entera de la forma como funciona en los pueblecitos indígenas, a donde no arriba casi la ley de la República, la justicia popular. Nos encontramos aquí ante una institución sobreviviente del régimen autóctono. Ante una institución que declara categóricamente a favor de la tesis de que la organización inkaica fue una organización comunista.
En un régimen de tipo individualista, la administración de justicia se burocratiza. Es función de un magistrado. El liberalismo, por ejemplo, la atomiza, la individualiza en el juez profesional. Crea una casta, una burocracia de jueces de diversas jerarquías. Por el contrario, en un régimen de tipo comunista, la administración de justicia es función de la sociedad entera. Es, como en el comunismo indio, función de los yayas, de los ancianos (39).
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El porvenir de la América Latina depende, según la mayoría de los pro-nósticos de ahora, de la suerte del mestizaje. Al pesimismo hostil de los soció-logos de la tendencia de Le Bon sobre el mestizo, ha sucedido un optimismo mesiánico que pone en el mestizo la esperanza del Continente. El trópico y el mestizo son, en la vehemente profecía de Vasconcelos, la escena y el protagonista de una nueva civilización. Pero la tesis de Vasconcelos que esboza una utopía -en la acepción positiva y filosófica de esta palabra- en la misma medida en que aspira a predecir el porvenir, suprime e ignora el presente. Nada es más extraño a su especulación y a su intento, que la crítica de la realidad contemporánea, en la cual busca exclusivamente los elementos favorables a su profecía.
El mestizaje que Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las razas española, indígena y africana, operada ya en el continente, sino la fusión y refusión acrisoladoras, de las cuales nacerá, después de un trabajo secular, la raza cósmica. El mestizo actual, concreto, no es para Vasconcelos el tipo de una nueva raza, de una nueva cultura, sino apenas su promesa. La especulación del filósofo, del utopista, no conoce límites de tiempo ni de espacio. Los siglos no cuentan en su construcción ideal más que como momentos. La labor del crítico, del historiógrafo, del político, es de otra índole. Tiene que atenerse a resultados inmediatos y contentarse con perspectivas próximas.
El mestizo real de la historia, no el ideal de la profecía, constituye el objeto de su investigación o el factor de su plan. En el Perú, por la impronta diferente del medio y por la combinación múltiple de las razas entrecruzadas, el término mestizo no tiene siempre la misma significación. El mestizaje es un fenómeno que ha producido una variedad compleja, en vez de resolver una dualidad, la del español y el indio.
El Dr. Uriel García halla el neo-indio en el mestizo. Pero este mestizo es el que proviene de la mezcla de las razas española e indígena, sujeta al influjo del medio y la vida andinas. El medio serrano en el cual sitúa el Dr. Uriel García su investigación, se ha asimilado al blanco invasor. Del abrazo de las dos razas, ha nacido el nuevo indio, fuertemente influido por la tradición y el ambiente regionales.
Este mestizo, que en el proceso de varias generaciones, y bajo la presión constante del mismo medio telúrico y cultural, ha adquirido ya rasgos estables, no es el mestizo engendrado en la costa por las mismas razas. El sello de la costa es más blando. El factor español, más activo.
El chino y el negro complican el mestizaje costeño. Ninguno de estos dos elementos ha aportado aún a la formación de la nacionalidad valores culturales ni energías progresivas. El culi chino es un ser segregado de su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su raza, mas no su cultura. La inmigración china no nos ha traído ninguno de los elementos esenciales de la civilización china, acaso porque en su propia patria han perdido su poder dinámico y generador. Lao Tsé y Confucio han arribado a nuestro conocimiento por la vía de Occidente. La medicina china es quizá la única importación directa de Oriente, de orden intelectual, y debe, sin duda, su venida, a razones prácticas y mecánicas, estimuladas por el atraso de una población en la cual conserva hondo arraigo el curanderismo en todas sus manifestaciones. La habilidad y excelencia del pequeño agricultor chino, apenas si han fructificado en los valles de Lima, donde la vecindad de un mercado importante ofrece seguros provechos a la horticultura. El chino, en cambio, parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la apatía, las taras del Oriente decrépito. El juego, esto es un elemento de relajamiento e inmoralidad, singularmente nocivo en un pueblo propenso a confiar más en el azar que en el esfuerzo, recibe su mayor impulso de la inmigración china. Sólo a partir del movimiento nacionalista -que tan extensa resonancia ha encontrado entre los chinos expatriados del continente-, la colonia china ha dado señales activas de interés cultural e impulsos progresistas. El teatro chino, reservado casi únicamente al divertimiento nocturno de los individuos de esa nacionalidad, no ha conseguido en nuestra literatura más eco que el propiciado efímeramente por los gustos exóticos y artificiales del decadentismo. Valdelomar y los "colónidas", lo descubrieron entre sus sesiones de opio, contagiados del orientalismo de Loti y Farrere. El chino, en suma, no transfiere al mestizo ni su disciplina moral, ni su tradición cultural y filosófica, ni su habilidad de agricultor y artesano. Un idioma inasequible, la calidad del inmigrante y el desprecio hereditario que por él siente el criollo, se interponen entre su cultura y el medio.
El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie.
El prejuicio de las razas ha decaído; pero la noción de las diferencias y desigualdades en la evolución de los pueblos se ha ensanchado y enriquecido, en virtud del progreso de la sociología y la historia. La inferioridad de las razas de color no es ya uno de los dogmas de que se alimenta el maltrecho orgullo blanco. Pero todo el relativismo de la hora no es bastante para abolir la inferioridad de cultura.
La raza es apenas uno de los elementos que determinan la forma de una sociedad. Entre estos elementos, Vilfredo Pareto distingue las siguientes categorías: "1º El suelo, el clima, la flora, la fauna, las circunstancias geológicas, mineralógicas, etc.; 2º Otros elementos externos a una dada sociedad, en un dado tiempo, esto es las acciones de las otras sociedades sobre ella, que son externas en el espacio, y las consecuencias del estado anterior de esa sociedad, que son externas en el tiempo; 3º Elementos internos, entre los cuales los principales son la raza, los residuos o sea los sentimientos que manifiestan, las inclinaciones, los intereses, las aptitudes al razonamiento, a la observación, el estado de los conocimientos, etc.". Pareto afirma que la forma de la sociedad es determinada por todos los elementos que operan sobre ella que, una vez determinada, opera a su vez sobre esos elementos, de manera que se puede decir que se efectúa una mutua determinación (40).
Lo que importa, por consiguiente, en el estudio sociológico de los estratos indio y mestizo, no es la medida en que el mestizo hereda las cualidades o los defectos de las razas progenitoras sino su aptitud para evolucionar, con más facilidad que el indio, hacia el estado social, o el tipo de civilización del blanco. El mestizaje necesita ser analizado, no como cuestión étnica, sino como cuestión sociológica. El problema étnico en cuya consideración se han complacido sociologistas rudimentarios y especuladores ignorantes, es totalmente ficticio y supuesto. Asume una importancia desmesurada para los que, ciñendo servilmente su juicio a una idea acariciada por la civilización europea en su apogeo -y abandonada ya por esta misma civilización, propensa en su declive a una concepción relativista de la historia-, atribuyen las creaciones de la sociedad occidental a la superioridad de la raza blanca. Las aptitudes intelectuales y técnicas, la voluntad creadora, la disciplina moral de los pueblos blancos, se reducen, en el criterio simplista de los que aconsejan la regeneración del indio por el cruzamiento, a meras condiciones zoológicas de la raza blanca.
Pero si la cuestión racial -cuyas sugestiones conducen a sus superficiales críticos a inverosímiles razonamientos zootécnicos- es artificial, y no merece la atención de quienes estudian concreta y políticamente el problema indígena, otra es la índole de la cuestión sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos conflictos; su íntimo drama. El color de la piel se borra como contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos -los elementos espirituales y formales de esos fenómenos que se designan con los términos de sociedad y de cultura-, reivindican sus derechos. El mestizaje -dentro de las condiciones económico-sociales subsistentes entre nosotros-, no sólo produce un nuevo tipo humano y étnico sino un nuevo tipo social; y si la imprecisión de aquél, por una abigarrada combinación de razas, no importa en sí misma una inferioridad, y hasta puede anunciar, en ciertos ejemplares felices, los rasgos de la raza "cósmica", la imprecisión o hibridismo del tipo social, se traduce, por un oscuro predominio de sedimentos negativos, en una estagnación sórdida y morbosa. Los aportes del negro y del chino se dejan sentir, en este mestizaje, en un sentido casi siempre negativo o desorbitado. En el mestizo no se prolonga la tradición del blanco ni del indio: ambas se esterilizan y contrastan. Dentro de un ambiente urbano, industrial, dinámico, el mestizo salva rápidamente las distancias que lo separan del blanco, hasta asimilarse la cultura occidental, con sus costumbres, impulsos y consecuencias. Puede escaparle -le escapa generalmente- el complejo fondo de creencias, mitos y sentimientos, que se agita bajo las creaciones materiales e intelectuales de la civilización europea o blanca; pero la mecánica y la disciplina de ésta le imponen automáticamente sus hábitos y sus concepciones. En contacto con una civilización maquinista, asombrosamente dotada para el dominio de la naturaleza, la idea del progreso, por ejemplo, es de un irresistible poder de contagio o seducción. Pero este proceso de asimilación o incorporación se cumple prontamente sólo en un medio en el cual actúan vigorosamente las energías de la cultura industrial. En el latifundio feudal, en el burgo retardado, el mestizaje carece de elementos de ascensión. En su sopor extenuante, se anulan las virtudes y los valores de las razas entremezcladas; y, en cambio, se imponen prepotentes las más enervantes supersticiones.
Para el hombre del poblacho mestizo -tan sombríamente descrito por Valcárcel con una pasión no exenta de preocupaciones sociológicas- la civilización occidental constituye un confuso espectáculo, no un sentimiento. Todo lo que en esta civilización es íntimo, esencial, intransferible, energético, permanece ajeno a su ambiente vital. Algunas imitaciones externas, algunos hábitos subsidiarios, pueden dar la impresión de que este hombre se mueve dentro de la órbita de la civilización moderna. Mas, la verdad es otra.
Desde este punto de vista, el indio, en su medio nativo, mientras la emigración no lo desarraiga ni deforma, no tiene nada que envidiar al mestizo. Es evidente que no está incorporado aún en esta civilización expansiva, dinámica, que aspira a la universalidad. Pero no ha roto con su pasado. Su proceso histórico está detenido, paralizado, mas no ha perdido, por esto, su individualidad. El indio tiene una existencia social que conserva sus costumbres, su sentimiento de la vida, su actitud ante el universo. Los "residuos" y las derivaciones de que nos habla la sociología de Pareto, que continúan obrando sobre él, son los de su propia historia. La vida del indio tiene estilo. A pesar de la conquista, del latifundio, del gamonal, el indio de la sierra se mueve todavía, en cierta medida, dentro de su propia tradición. El ayllu es un tipo social bien arraigado en el medio y la raza (41).
El indio sigue viviendo su antigua vida rural. Guarda hasta hoy su traje, sus costumbres, sus industrias típicas. Bajo el más duro feudalismo, los rasgos de la agrupación social indígena no han llegado a extinguirse. La sociedad indígena puede mostrarse más o menos primitiva o retardada; pero es un tipo orgánico de sociedad y de cultura. Y ya la experiencia de los pueblos de Oriente, el Japón, Turquía, la misma China, nos han probado cómo una sociedad autóctona, aun después de un largo colapso, puede encontrar por sus propios pasos, y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y traducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente.
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