XVIII. ALCIDES SPELUCÍN
En el primer libro de Alcides Spelucín están, entre otras, las poesías que me leyó hace nueve años cuando nos conocimos en Lima en la redacción del diario donde yo trabajaba. Abraham Valdelomar medió fraternamente en este encuentro, después del cual Alcides y yo nos hemos reencontrado pocas veces, pero hemos estado cada día más próximos. Nuestros destinos tienen una esencial analogía dentro de su disimilitud formal. Procedemos él y yo, más que de la misma generación, del mismo tiempo. Nacimos bajo idéntico signo. Nos nutrimos en nuestra adolescencia literaria de las mismas cosas: decadentismo, modernismo, esteticismo, individualismo, escepticismo. Coincidimos más tarde en el doloroso y angustiado trabajo de superar estas cosas y evadirnos de su mórbido ámbito. Partimos al extranjero en busca no del secreto de los otros sino en busca del secreto de nosotros mismos. Yo cuento mi viaje en un libro de política; Spelucín cuenta el suyo en un libro de poesía. Pero en esto no hay sino diferencia de aptitud o, si se quiere, de temperamento; no hay diferen- cia de peripecia ni de espíritu. Los dos nos embarcamos en la "barca de oro en pos de una isla buena". Los dos en la procelosa aventura, hemos encontrado a Dios y hemos descubierto a la Humanidad. Alcides y yo, puestos a elegir entre el pasado y el porvenir, hemos votado por el porvenir. Supérstites dispersos de una escaramuza literaria, nos sentimos hoy combatientes de una batalla histórica.
El Libro de la Nave Dorada es una estación del viaje y del espíritu de Alcides Spelucín. Orrego advierte de esto al lector, en el prefacio, henchido de emoción, grávido de pensamiento, que ha escrito para este libro. "No representa -escribe- la actualidad estética del creador. Es un libro de la adolescencia, la labor poética primigenia, que apenas rompe el claustro de la anónima intimidad. El poeta ha recorrido desde entonces mucho camino ascendente y gozoso; también mucha senda dolorosa. El espíritu está hoy más granado, la visión más luminosa, el vehículo expresivo más rico, más agilizado y más potente; el pensamiento más deslumbrado de sabiduría; más extenso de panorama; más valorizado por el acumulamiento de intuiciones; el corazón más religioso, más estremecido y más abierto hacia el mundo. Es preciso marcar esto para que el lector se dé cuenta de la penosa precocidad del poeta que cuando escribe este libro es casi un niño" (42).
Como canción del mar, como balada del trópico, este libro es en la poesía de América algo así como una encantada prolongación de la "Sinfonía en Gris Mayor". La poesía de Alcides tiene en esta jornada ecos melodiosos de la música rubendariana. Se nota también su posterioridad a las adquisiciones hechas por la lírica hispanoamericana en la obra de Herrera y Reissig. La huella del poeta uruguayo está espléndidamente viva en versos como estos:
Y ante un despertamiento planetario de nardos
bramando lilas tristes por la ruta de oriente
se van los vesperales, divinos leopardos.
("Caracol bermejo").
Pero esta presencia de Herrera y Reissig y la del propio Rubén Darío no es sensible sino en la técnica, en la forma, en la estética. Spelucín tiene del decadentismo la expresión; pero no tiene el espíritu. Sus estados de alma no son nunca mórbidos. Una de las cosas que atraen en él es su salud cabal. Alcides ha absorbido muchos de los venenos de su época, pero su recia alma, un poco rústica en el fondo, se ha conservado pura y sana. Así, está más viviente y personal en esta plegaria de acendrado lirismo.
¿No me darás la arcilla de la cantera rosa
donde labrar mi base para gustar Amor?
¿No me darás un poco de tierra melodiosa
donde plasmar la fiebre de mi ensueño, Señor?
Alcides se semeja a Vallejo en la piedad humana, en la ternura humilde, en la efusión cordial. En una época que era aún de egolatrismo exasperado y bizantinismo d'annunziano, la poesía de Alcides tiene un perfume de parábola franciscana. Su alma se caracteriza por un cristianismo espontáneo y sustancial. Su acento parece ser siempre el de esta otra plegaria con sabor de espiga y de ángelus como algunos versos de Francis Jammes:
Por esta dulce hermana menor de ojos tan suaves ...
Esta claridad, esta inocencia de Alcides, son perceptibles hasta en esas "aguas fuertes" de estirpe un poco bodeleriana, que, asumiendo íntegra la responsabilidad de su poesía de juventud, ha incluido en El Libro de la Nave Dorada. Y son tal vez la raíz de su socialismo que es un acto de amor más que de protesta.
XIX. BALANCE PROVISORIO
No he tenido en esta sumarísima revisión de valores signos el propósito de hacer historia ni crónica. No he tenido siquiera el propósito de hacer crítica, dentro del concepto que limita la crítica al campo de la técnica literaria. Me he propuesto esbozar los lineamientos o los rasgos esenciales de nuestra literatura. He realizado un ensayo de interpretación de su espíritu; no de revisión de sus valores ni de sus episodios. Mi trabajo pretende ser una teoría o una tesis y no un análisis.
Esto explicará la prescindencia deliberada de algunas obras que, con incon-testable derecho a ser citadas y tratadas en la crónica y en la crítica de nuestra literatura, carecen de significación esencial en su proceso mismo. Esta significación, en todas las literaturas, la dan dos cosas: el extraordinario valor intrínseco de la obra o el valor histórico de su influencia. El artista perdura realmente, en el espíritu de una literatura, o por su obra o por su descendencia. De otro modo, perdura sólo en sus bibliotecas y en su cronología. Y entonces puede tener mucho interés para la especulación de eruditos y bibliógrafos; pero no tiene casi ningún interés para una interpretación del sentido profundo de una literatura.
El estudio de la última generación, que constituye un fenómeno en pleno movimiento, en actual desarrollo, no puede aún ser efectuado con este mismo carácter de balance (43). Precisamente en nombre del revisionismo de los nuevos se instaura el proceso de la literatura nacional. En este proceso como es lógico, se juzga el pasado; no se juzga el presente. Sólo sobre el pasado puede decir ya esta generación su última palabra. Los nuevos, que pertenecen más al porvenir que al presente, son en este proceso jueces, fiscales, abogados, testigos. Todo, menos acusados. Sería prematuro y precario, por otra parte, un cuadro de valores que pretendiese fijar lo que existe en potencia o en crecimiento.
La nueva generación señala ante todo la decadencia definitiva del "colonialismo". El prestigio espiritual y sentimental del Virreinato, celosa e interesadamente cultivado por sus herederos y su clientela, tramonta para siempre con esta generación. Este fenómeno literario e ideológico se presenta, naturalmente, como una faz de un fenómeno mucho más vasto. La generación de Riva Agüero realizó, en la política y en la literatura, la última tentativa por salvar la Colonia. Mas, como es demasiado evidente, el llamado "futurismo", que no fue sino un neocivilismo, está liquidado política y literariamente, por la fuga, la abdicación y la dispersión de sus corifeos.
En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Perú, hasta esta generación, no se había aún independizado de la Metrópoli. Algunos escritores, habían sembrado ya los gérmenes de otras influencias. González Prada, hace cuarenta años, desde la tribuna del Ateneo, invitando a la juventud intelectual de entonces a la revuelta contra España, se definió como el precursor de un período de influencias cosmopolitas. En este siglo el modernismo ruben-dariano nos aportó, atenuado y contrastado por el colonialismo de la generación "futurista", algunos elementos de renovación estilística que afrancesaron un poco el tono de nuestra literatura. Y, luego, la insurrección "colónida" amotinó contra el academicismo español -solemne pero precariamente restaurado en Lima con la instalación de una Academia correspondiente-, a la generación de 1915, la primera que escuchó de veras la ya vieja admonición de González Prada. Pero todavía duraba lo fundamental del colonialismo: el prestigio intelectual y sentimental del Virreinato. Había decaído la antigua forma; pero no había decaído igualmente el antiguo espíritu.
Hoy la ruptura es sustancial. El "indigenismo", como hemos visto, está extirpando, poco a poco, desde sus raíces, al "colonialismo". Y este impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falcón, criollos, costeños, se cuentan -no discutamos el acierto de sus tentativas-, entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza. Nos vienen, de fuera, al mismo tiempo, variadas influencias internacionales. Nuestra literatura ha entrado en su período de cosmopolitismo. En Lima, este cosmopolitismo se traduce, en la imitación entre otras cosas de no pocos corrosivos decadentismos occidentales y en la adopción de anárquicas modas finiseculares. Pero, bajo este flujo precario, un nuevo sentimiento, una nueva revelación se anuncian. Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprocha, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos.
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