sábado, 6 de agosto de 2011

El proceso de la Literatura (continuación 5)

XIII. ALBERTO HIDALGO


Alberto Hidalgo significó en nuestra literatura, de 1917 al 18, la exasperación y la terminación del experimento "colónida". Hidalgo llevó la megalomanía, la egolatría, la beligerancia del gesto "colónida" a sus más extremas consecuencias. Los bacilos de esta fiebre, sin la cual no habría sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras, alcanzaron en el Hidalgo, todavía provinciano, de Panoplia Lírica, su máximo grado de virulencia. Valdelomar estaba ya de regreso de su aventuroso viaje por los dominios d'annunzianos, en el cual -acaso porque en D'Annunzio junto a Venecia bizantina están el Abruzzo rústico y la playa adriática-, descubrió la costa de la criolledad y entrevió lejano el continente del inkaísmo. Valdelomar había guardado, en sus actitudes más ególatras, su humorismo. Hidalgo, un poco tieso aún dentro de su chaqué arequipeño, no tenía la misma agilidad para la sonrisa. El gesto "colónida" en él era patético. Pero Hidalgo, en cambio, iba a aportar a nuestra renovación literaria, quizá por su misma bronca virginidad de provinciano, a quien la urbe no había aflojado, un gusto viril por la mecánica, el maquinismo, el rascacielos, la veloci-dad, etc. Si con Valdelomar incorporamos en nuestra sensibilidad, antes estragada por el espeso chocolate escolástico, a D'Annunzio, con Hidalgo asimilamos a Marinetti, explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario, continuaba, desde otro punto de vista, la línea de González Prada y More. Era un personaje excesivo para un público sedentario y reumático. La fuerza centrífuga y secesionista que lo empuja, se lo llevó de aquí en un torbellino.



Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires, un poeta del idioma. Apenas si, como antecedente, se puede hablar de sus aventuras de poeta local. Creciendo, creciendo, ha adquirido efectiva estatura americana. Su literatura tiene circulación y cotización en todos los mercados del mundo hispano. Como siempre, su arte es de secesión. El clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un poco tropicales, que conocen todos los grados de la literatura y todas las latitudes de la imaginación. Pero Hidalgo está -como no podía dejar de estar- en la vanguardia. Se siente -según sus palabras- en la izquierda de la izquierda.



Esto quiere decir, ante todo, que Hidalgo ha visitado las diversas estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La experiencia vanguardista le es, íntegramente, familiar. De esta gimnasia incesante, ha sacado una técnica poética depurada de todo rezago sospechoso. Su expresión es límpida, bruñida, certera, desnuda. El lema de su arte es este: "simplismo".



Pero Hidalgo, por su espíritu, está, sin quererlo y sin saberlo, en la última estación romántica. En muchos versos suyos, encontramos la confesión de su individualismo absoluto. De todas las tendencias literarias contemporáneas, el unanimismo es, evidentemente, la más extraña y ausente de su poesía. Cuando logra su más alto acento de lírico puro, se evade a veces de su egocentrismo. Así, por ejemplo, cuando dice: "Soy apretón de manos a todo lo que vive. / Poseo plena la vecindad del mundo". Mas con estos versos empieza su poema "Envergadura del Anarquista" que es la más sincera y lírica efusión de su individualismo. Y desde el segundo verso, la idea de "vecindad del mundo" acusa el sentimiento de secesión y de soledad.



El romanticismo -entendido como movimiento literario y artístico, anexo a la revolución burguesa- se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo. El simbolismo, el decadentismo, no han sido sino estaciones románticas. Y lo han sido también las escuelas modernistas en los artistas que no han sabido escapar al subjetivismo excesivo de la mayor parte de sus proposiciones.



Hay un síntoma sustantivo en el arte individualista, que indica, mejor que ningún otro, un proceso de disolución: el empeño con que cada arte, y hasta cada elemento artístico, reivindica su autonomía. Hidalgo es uno de los que más radicalmente adhieren a este empeño, si nos atenemos a su tesis del "poema de varios lados". "Poema en el que cada uno de sus versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una idea o de una emoción centrales". Tenemos así proclamada, categóricamente, la autonomía, la individualidad del verso. La estética del anarquista no podía ser otra.



Políticamente, históricamente, el anarquismo es, como está averiguado, la extrema izquierda del liberalismo. Entra, por tanto, a pesar de todas las protestas inocentes o interesadas, en el orden ideológico burgués. El anarquista, en nuestro tiempo, puede ser un revolté, pero no es, históricamente, un revolucionario.



Hidalgo -aunque lo niegue- no ha podido sustraerse a la emoción revolucionaria de nuestro tiempo cuando ha escrito su "Ubicación de Lenin" y su "Biografía de la palabra revolución". En el prefacio de su último libro Descripción del Cielo, la visión subjetiva lo hace, sin embargo, escribir que el primero "es un poema de exaltación, de pura lírica, no de doctrina" y que "Lenin ha sido un pretexto para crear como pudo serlo una montaña, un río o una máquina", y que "'Biografía de la palabra revolución', es un elogio de la revolución pura, de la revolución en sí, cualquiera que sea la causa que la dicte". La revolución pura, la revolución en sí, querido Hidalgo, no existe para la historia y, no existe tampoco para la poesía. La revolución pura es una abstracción. Existen la revolución liberal, la revolución socialista, otras revoluciones. No existe la revolución pura, como cosa histórica ni como tema poético.



De las tres categorías primarias en que, por comodidad de clasificación y de crítica, cabe, a mi juicio, dividir la poesía de hoy -lírica pura, disparate absoluto y épica revolucionaria-, Hidalgo siente, sobre todo, la primera; y aquí está su fuerza más grande, la que le ha dado su más bellos poemas. El poema a Lenin es una creación lírica (Hidalgo se engaña sólo en cuanto se supone ajeno a la emoción histórica). Este poema, que ha salvado íntegramente todos los riesgos profesionales, es a la vez de una gran pureza poética. Lo trascribiría entero, si estos versos no bastasen:

En el corazón de los obreros su nombre se levanta antes que el sol

Lo bendicen los carretes de hilo

desde lo alto de los mástiles

de todas las máquinas de coser



Pianos de la época las máquinas de escribir tocan sonatas en su honor



Es el descanso automático

que hace leve el andar del vendedor ambulante



Cooperativa general de esperanzas



Su pregón cae en la alcancía de los humildes

ayudando a pagar la casa a plazos



Horizonte hacia el que se abre la ventana del pobre



Colgado del badajo del sol

golpea en los metales de la tarde



para que salgan a las 17 los trabajadores.



Su lirismo vigilante salva a Hidalgo de caer en un arte excesivamente cerebral, subjetivo, nihilista. No es posible dudar de él, capaz de recrearse en este "Dibujo de Niño":

Infancia pueblo de los recuerdos

tomo el tranvía para irme a él.



La evasión de las cosas se inicia con terquedad de aceite que se esparce



El suelo no está aquí

Pasa una nube y borra el cielo

Desaparecen aire y luz y esto queda vacío.



Entonces sales de un brinco del fondo inabordable de mi olvido

Fue en el recodo de una tarde señalado de luz por tu silueta

Una emoción sin nombre tenía encadenadas nuestras manos

Tus miradas convocaban mi beso

Pero tu risa río entre los dos corría separándonos niña

Y yo desde mi orilla te postergué hasta el sueño.



Ahora tengo treinta años menos de los que me entregaron para darte



Si tú has muerto yo guardo este paisaje de mi corazón pintado en ti.



El disparate -si enjuiciamos la actualidad de Hidalgo por Descripción del Cielo- desaparece casi completamente de su poesía. Es más bien, uno de los elementos de su prosa; y nunca es, en verdad, disparate absoluto. Carece de su incoherencia alucinada: tiende, más bien, al disparate lógico, racional. La épica revolucionaria -que anuncia un nuevo romanticismo indemne del individualismo del que termina- no se concilia con su temperamento ni con su vida, violentamente anárquicos.



A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un género que exige la extraversión del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un artista introvertido. Sus personajes aparecen esquemáticos, artificiales, mecánicos. Le sobra a su creación, hasta cuando es más fantástica, la excesiva, intolerante y tiránica presencia del artista, que se niega a dejar vivir a sus criaturas por su propia cuenta, porque pone demasiado en todas ellas su individualidad y su intención.

XIII. CÉSAR VALLEJO

El primer libro de César Vallejo, Los Heraldos Negros, es el orto de una nueva poesía en el Perú. No exagera, por fraterna exaltación, Antenor Orrego, cuando afirma que "a partir de este sembrador se inicia una nueva época de la libertad, de la autonomía poética, de la vernácula articulación verbal" (33).



Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Valleio se encuentra, por primera vez en nuestra literatura, sentimiento indígena virginalmente expresado. Melgar -signo larvado, frustrado- en sus yaravíes es aún un prisionero de la técnica clásica, un gregario de la retórica española. Vallejo, en cambio, logra en su poesía un estilo nuevo. El sentimiento indígena tiene en sus versos una modulación propia. Su canto es íntegramente suyo. Al poeta no le basta traer un mensaje nuevo. Necesita traer una técnica y un lenguaje nuevos también. Su arte no tolera el equívoco y artificial dualismo de la esencia y la forma. "La derogación del viejo andamiaje retórico -remarca certeramente Orrego- no era un capricho o arbitrariedad del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a comprender la obra de Vallejo, se comienza a comprender también la necesidad de una técnica renovada y distinta" (34). El sentimiento indígena es en Melgar algo que se vislumbra sólo en el fondo de sus versos; en Vallejo es algo que se ve aflorar plenamente al verso mismo cambiando su estructura. En Melgar no es sino el acento; en Vallejo es el verbo. En Melgar, en fin, no es sino queja erótica; en Vallejo es empresa metafísica. Vallejo es un creador absoluto. Los Heraldos Negros podía haber sido su obra única. No por eso Vallejo habría dejado de inaugurar en el proceso de nuestra literatura una nueva época. En estos versos del pórtico de Los Heraldos Negros principia acaso la poesía peruana (Peruana, en el sentido de indígena).

Hay golpes en la vida, tan fuertes Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma Yo no sé!



Son pocos; pero son ...Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte.



Son las caídas hondas de los Cristos del alma,

de alguna fe adorable que el Destino blasfema.

Esos golpes sangrientos son las crepitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.



Y el hombre...Pobre ...pobre!Vuelve los ojos, como

cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;

vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

se empoza, como charco de culpa, en la mirada.





Hay golpes en la vida, tan fuertes ...Yo no sé!



Clasificado dentro de la literatura mundial, este libro, Los Heraldos Negros, pertenece parcialmente, por su título verbigracia, al ciclo simbolista. Pero el simbolismo es de todos los tiempos. El simbolismo, de otro lado, se presta mejor que ningún otro estilo a la interpretación del espíritu indígena. El indio, por animista y por bucólico, tiende a expresarse en símbolos e imágenes antropomórficas o campesinas. Vallejo además no es sino en parte simbolista. Se encuentra en su poesía -sobre todo de la primera manera- elementos de simbolismo, tal como se encuentra elementos de expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo. El valor sustantivo de Vallejo es el de creador. Su técnica está en continua elaboración. El procedimiento, en su arte, corresponde a un estado de ánimo. Cuando Vallejo en sus comienzos toma en préstamo, por ejemplo, su método a Herrera y Reissig, lo adapta a su personal lirismo.



Mas lo fundamental, lo característico en su arte es la nota india. Hay en Vallejo un americanismo genuino y esencial; no un americanismo descriptivo o localista. Vallejo no recurre al folclore. La palabra quechua, el giro vernáculo no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son en él producto espontáneo, célula propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos. Su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no se interna en la historia, para extraer de su oscuro substratum perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera.



Uno de los rasgos más netos y claros del indigenismo de Vallejo me parece su frecuente actitud de nostalgia. Valcárcel, a quien debemos tal vez la más cabal interpretación del alma autóctona, dice que la tristeza del indio no es sino nostalgia. Y bien, Vallejo es acendradamente nostálgico. Tiene la ternura de la evocación. Pero la evocación en Vallejo es siempre subjetiva. No se debe confundir su nostalgia concebida con tanta pureza lírica con la nostalgia literaria de los pasadistas. Vallejo es nostalgioso, pero no meramente retrospectivo. No añora el Imperio como el pasadismo perricholesco añora el Virreinato. Su nostalgia es una protesta sentimental o una protesta metafísica. Nostalgia de exilio; nostalgia de ausencia.

Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita

de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio y que dormita

la sangre como flojo cognac dentro de mí.

("Idilio Muerto", Los Heraldos Negros)



Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,

donde nos haces una falta sin fondo!

Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá

nos acariciaba: "Pero hijos..."

("A mi hermano Miguel", Los Heraldos Negros)



He almorzado solo ahora, y no he tenido

madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,

ni padre que en el facundo ofertorio

de los choclos, pregunte para su tardanza

de imagen, por los broches mayores del sonido.

(XXVIII, Trilce)



Se acabó el extraño, con quien, tarde

la noche, regresabas parla y parla.

Ya no habrá quien me aguarde,

dispuesto mi lugar, bueno lo malo.



Se acabó la calurosa tarde;

tu gran bahía y tu clamor; la charla

con tu madre acabada

que nos brindaba un té lleno de tarde.



(XXXIV, Trilce)



Otras veces Vallejo presiente o predice la nostalgia que vendrá:

Ausente! La mañana en que a la playa

del mar de sombra y del callado imperio,

como un pájaro lúgubre me vaya,

será el blanco panteón tu cautiverio.

("Ausente", Los Heraldos Negros)



Verano, ya me voy. Y me dan pena

las manitas sumisas de tus tardes.

Llegas devotamente; llegas viejo;

y ya no encontrarás en mi alma a nadie.



("Verano", Los Heraldos Negros)



Vallejo interpreta a la raza en un instante en que todas sus nostalgias, punzadas por un dolor de tres siglos, se exacerban. Pero -y en esto se identifica también un rasgo del alma india-, sus recuerdos están llenos de esa dulzura de maíz tierno que Vallejo gusta melancólicamente cuando nos habla del "facundo ofertorio de los choclos".



Vallejo tiene en su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se resuelven escépticamente en un "¡para qué!" En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en él nada de satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que sufre y expía "la pena de los hombres" como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo de todo origen literario. No traduce una romántica desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco es una neurosis.



Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es personal. Su alma "está triste hasta la muerte" de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no sólo existe la pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de Dios:

Siento a Dios que camina tan en mí,

con la tarde y con el mar.

Con él nos vamos juntos. Anochece.

Con él anochecemos, Orfandad...



Pero yo siento a Dios. Y hasta parece

que él me dicta no sé qué buen color.

Como un hospitalario, es bueno y triste;

mustia un dulce desdén de enamorado:

debe dolerle mucho el corazón.



Oh, Dios mío, recién a ti me llego,

hoy que amo tanto en esta tarde; hoy

que en la falsa balanza de unos senos,

mido y lloro una frágil Creación.



Y tú, cuál llorarás tú, enamorado

de tanto enorme seno girador

Yo te consagro Dios, porque amas tanto;

porque jamás sonríes; porque siempre



debe dolerte mucho el corazón.



Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En "Los Dados Eternos" el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. "Tú que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación". Pero el verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que hace diez años me revelaron el genio de Vallejo:

El suertero que grita "La de a mil",

contiene no sé qué fondo de Dios.



Pasan todos los labios. El hastío

despunta en una arruga su yanó.

Pasa el suertero que atesora, acaso

nominal, como Dios,

entre panes tantálicos, humana

impotencia de amor.



Yo le miro al andrajo. Y él pudiera

darnos el corazón;

pero la suerte aquella que en sus manos

aporta, pregonando en alta voz,

como un pájaro cruel, irá a parar

adonde no lo sabe ni lo quiere

este bohemio Dios.



Y digo en este viernes tibio que anda

a cuestas bajo el sol:

¡por qué se habrá vestido de suertero



la voluntad de Dios!



"El poeta -escribe Orrego- habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente". Este gran lírico, este gran subjetivo, se comporta como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no sólo pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo (35).



Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:

Todos mis huesos son ajenos;

yo tal vez los robé!

Yo vine a darme lo que acaso estuvo

asignado para otro;

y pienso que, si no hubiera nacido,

otro pobre tomara este café!

Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!



Y en esta hora fría, en que la tierra

trasciende a polvo humano y es tan triste,

quisiera yo tocar todas las puertas,

y suplicar a no sé quién, perdón,

y hacerle pedacitos de pan fresco



aquí, en el horno de mi corazón ...!



La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.

Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.

La Hacienda Menocucho



cobra mil sinsabores diarios por la vida.



Este arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce -ese gran poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria- se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia.



Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a Antenor Orrego después de haber publicado Trilce: "El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!" Este es inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.

XIV. ALBERTO GUILLÉN

Alberto Guillén heredó de la generación "colónida" el espíritu iconoclasta y ególatra. Extremó en su poesía la exaltación paranoica del yo. Pero, a tono con el nuevo estado de ánimo que maduraba ya, tuvo su poesía un acento viril. Extraño a los venenos de la urbe, Guillén discurrió, con rústico y pánico sentimiento, por los caminos del agro y la égloga. Enfermo de individualismo y nietzscheanismo, se sintió un superhombre. En Guillén la poesía peruana renegaba, un poco desgarbada pero oportuna y definitivamente, sus surtidores y sus fontanas.



Pertenecen a este momento de Guillén Belleza Humilde y Prometeo. Pero es en Deucalión donde el poeta encuentra su equilibrio y realiza su personalidad. Clasifico Deucalión entre los libros que más alta y puramente representan la lírica peruana de la primera centuria. En Deucalión no hay un bardo que declama en un tinglado ni un trovador que canta una serenata. Hay un hombre que sufre, que exulta, que afirma, que duda y que niega. Un hombre henchido de pasión, de ansia, de anhelo. Un hombre, sediento de verdad, que sabe que "nuestro destino es hallar el camino que lleva al Paraíso". Deucalión es la canción de la partida.

¿Hacia dónde?

¡No importa! La Vida esconde

mundos en germen



que aún falta descubrir:

Corazón, es hora de partir



hacia los mundos que duermen!



Este nuevo caballero andante no vela sus armas en ninguna venta. No tiene rocín ni escudero ni armadura. Camina desnudo y grave como el "Juan Bautista" de Rodin.

Ayer salí desnudo

a retar al Destino

el orgullo de escudo



y yelmo el de Mambrino.



Pero la tensión de la vigilia de espera ha sido demasiado dura para sus nervios jóvenes. Y, luego, la primera aventura, como la de Don Quijote, ha sido desventurada y ridícula. El poeta, además, nos revela su flaqueza desde esta jornada. No está bastante loco para seguir la ruta de Don Quijote, insensible a las burlas del destino. Lleva acurrucado en su propia alma al maligno Sancho con sus refranes y sus sarcasmos. Su ilusión no es absoluta. Su locura no es cabal. Percibe el lado grotesco, el flanco cómico de su andanza. Y, por consiguiente, fatigado, vacilante, se detiene para interrogar a todas las esfinges y a todos los enigmas.

¿Para qué te das corazón,

para qué te das,

si no has de hallar tu ilusión



jamás?



Pero la duda, que roe el corazón del poeta, no puede aún prevalecer sobre su esperanza. El poema tiene mucha sed de infinito. Su ilusión está herida; pero todavía logra ser imperativa y perentoria. Este soneto resume entero el episodio:

A mitad del camino

pregunté, como Dante:

¿sabes tú mi destino,

mi ruta, caminante?



Como un eco un pollino

me respondió hilarante,

pero el buen peregrino

me señaló adelante;



luego se alzó en mí mismo

una voz de heroísmo

que me dijo: -¡Marchad!



Y yo arrojé mi duda

y, en mi mano, desnuda,



llevo mi voluntad!



No es tan fuerte siempre el caminante. El diablo lo tienta a cada paso. La duda, a pesar suyo, empieza a filtrarse sagazmente en su conciencia, emponzoñándola y aflojándola. Guillén conviene con el diablo en que "no sabemos si tiene razón Quijote o Panza". Mina su voluntad una filosofía relativista y escéptica. Su gesto se vuelve un poco inseguro y desconfiado. Entre la Nada y el Mito, su impulso vital lo conduce al Mito. Pero Guillén conoce ya su relatividad. La duda es estéril. La fe es fecunda. Sólo por esto Guillén se decide por el camino de la fe. Su quijotismo ha perdido su candor y su pureza. Se ha tornado pragmatista. "Piensa que te conviene / no perder la esperanza". Esperar, creer, es una cuestión de conveniencia y de comodidad. Nada importa que luego esta intuición se precise en términos más nobles: "Y, mejor, no razones, más valen ilusiones que la razón más fuerte".



Pero todavía el poeta recupera, de rato en rato, su divina locura. Todavía está encendida su alucinación. Todavía es capaz de expresarse con una pasión sobrehumana:

Igual que el viejo Pablo

fue postrado en el suelo,

me ha mordido el venablo

del infinito anhelo:



por eso, en lo que os hablo,

pongo el ansia del vuelo

yo he de ayudar al Diablo



a conquistar el Cielo.



Y, en este admirable soneto, grávido de emoción, religioso en su acento, el poeta formula su evangelio:

Desnuda el corazón

de toda vanidad

y pon tu voluntad

donde esté tu ilusión;



opón tu puño, opón

toda tu libertad

contra el viejo aluvión

de la Fatalidad;



y que tus pensamientos,

como los elementos

destrocen toda brida,



como se abre el grano

a pesar del gusano



y del lodo a la vida.



La raíz de esta poesía está a veces en Nietzsche, a veces en Rodó, a veces en Unamuno; pero la flor, la espiga, el grano, son de Guillén. No es posible discutirle ni contestarle su propiedad. El pensamiento y la forma se consustancian, se identifican totalmente en Deucalión. La forma es como el pensamiento, desnuda, plástica, tensa, urgente. Colérica y serena al mismo tiempo (Una de las cosas que yo amo más en Deucalión es, precisamente, su prescindencia casi absoluta de decorado y de indumento; su voluntario y categórico renunciamiento a lo ornamental y a lo retórico). Deucalión, es una diana. Es un orto. En Deucalión parte un hombre, mozo y puro todavía, en busca de Dios o a la conquista del mundo.



Mas, en su camino, Guillén se corrompe. Peca por vanidad y por soberbia. Olvida la meta ingenua de su juventud. Pierde su inocencia. El espectáculo y las emociones de la civilización urbana y cosmopolita enervan y relajan su voluntad. Su poesía se contagia del humor negativo y corrosivo de la literatura de Occidente. Guillén deviene socarrón, befardo, cínico, ácido. Y el pecado trae la expiación. Todo lo que es posterior a Deucalión es también inferior. Lo que le falta de intensidad humana le falta, igualmente, de significación artística. El Libro de las Parábolas y La Imitación de Nuestro Señor Yo encierran muchos aciertos; pero son libros irremediablemente monótonos. Me hacen la impresión de productos de retorta. El escepticismo y el egotismo de Guillén destilan ahí, acompasadamente, una gota, otra gota. Tantas gotas, dan una página; tantas páginas y un prólogo, dan un libro.



El lado, el contorno de esta actitud de Guillén más interesante es su relativismo. Guillén se entretiene en negar la realidad del yo, del individuo. Pero su testimonio es recusable. Porque tal vez, Guillén razona según su experiencia personal: "Mi personalidad, como yo la soñé, como yo la entreví, no se ha realizado; luego la personalidad no existe".



En La Imitación de Nuestro Señor Yo, el pensamiento de Guillén es pirandelliano. He aquí algunas pruebas:



"El, ella, todos existen, pero en ti". "Soy todos los hombres en mí". "¿Mis contradicciones no son una prueba de que llevo en mí a muchos hombres?" "Mentira. Ellos no mueren: somos nosotros que morimos en ellos".



Estas líneas contienen algunas briznas de la filosofía del Uno, Ninguno, Cien Mil de Pirandello.



No creo, sin embargo, que Guillén, si persevera por esta ruta, llegue a clasificarse entre los especímenes de la literatura humorista y cosmopolita de Occidente. Guillén, en el fondo, es un poeta un poco rural y franciscano. No toméis al pie de la letra sus blasfemias. Muy adentro del alma, guarda un poco de romanticismo de provincia. Su psicología tiene muchas raíces campesinas. Permanece, íntimamente, extraña al espíritu quintaesenciado de la urbe. Cuando se lee a Guillén se advierte, en seguida, que no consigue manejar con destreza el artificio.



El título del último libro de Guillén Laureles resume la segunda fase de su literatura y de su vida. Por conquistar estos y otros laureles, que él mismo secretamente desdeña, ha luchado, ha sufrido, ha peleado. El camino del laurel lo ha desviado del camino del Cielo. En la adolescencia su ambición era más alta. ¿Se contenta ahora de algunos laureles municipales o académicos?



Yo coincido con Gabriel Alomar en acusar a Guillén de sofocar al poeta de Deucalión con sus propias manos. A Guillén lo pierde la impaciencia. Quiere laureles a toda costa. Pero los laureles no perduran. La gloria se construye con materiales menos efímeros. Y es para los que logran renunciar a sus falaces y ficticias anticipaciones. El deber del artista es no traicionar su destino. La impaciencia en Guillén se resuelve en abundancia. Y la abundancia es lo que más perjudica y disminuye el mérito de su obra que, en los últimos tiempos, aunque adopte en verso la moda vanguardista, se resiente de cansancio, de desgano y de repetición de sus primeros motivos

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